EL FIN DE LA FICCION: LA “ILUMINACION”
El pacto de amor culmina cuando el Espíritu encarnado, a pesar de la “contaminación” de la materialidad, adquiere consciencia
plena de su verdadera condición: Dios mismo inmanente en la materia o,
si quiere, <<un estado de Dios>>. Se produce entonces la
experiencia maravillosa de la “iluminación” interior: el Espíritu
constata que lo que afanosamente buscaba fuera de sí, a través de los
apegos de la materialidad, lo tiene en sí, pues es Dios mismo y su
Felicidad. Y el Espíritu, consciente de lo que es y superada la ilusión
de la individualidad, está listo para volver a la Unidad donde siempre
estuvo y nunca dejo de estar, pues es Dios.
El cambio de tornas
que la “iluminación” representa es completo: ahora es la fuerza
vibracional del Espíritu la que contagia y “tira” vibracionalmente hacia
arriba de la materialidad, y no al revés. Tras la experiencia, el
Espíritu retorna a la Unidad Divina, donde realmente nunca dejo de
estar. Y se dispara el nivel vibratorio de la materia hasta quedar
preparada para que su energía vibracional multiplicada sea igualmente
volcada en la Unidad.
Esto se efectúa a través del alma:
vínculo vibracional entre Espíritu y materia, cumple su misión cuando el
Espíritu vuelve a la Unidad y la materia eleva su rango vibratorio. Su
último servicio es volcar en la Unidad Divina la energía vibratoria
ganada por la materia en tan apasionante proceso. Se habrá alcanzado
entonces la “resurrección” de la materia, su rescate de los bajos fondos
dimensionales, por la Inmanencia de Dios. Y el Pensamiento (Hijo)
retorna al Principio Único (Padre) tras cumplir el pacto de amor
(“sacrificio”) que ha hecho posible la resurrección de la materia
(“carne”).
La antigua polémica teológica sobre si todos los
seres humanos tenemos o no alma o si ésta tiene o no que ser
<<fabricada por cada uno>> es un debate estéril: por
supuesto que todos tenemos alma, pues el vínculo obligado entre nuestro
ser interior (Espíritu) y nuestro cuerpo físico, pero cada alma ostenta
una frecuencia vibracional distinta en función del nivel de conciencia
sobre su propio ser alcanzado por el Espíritu y el grado en el que el
Espíritu esté “contagiando” vibracionalmente al cuerpo material.
Hablamos de ti y de mí, de nosotros: estamos en acto de servicio por Amor
Permitidme que llegado a este punto haga mías palabras de Félix Gracia
–de su texto Hijos de la luz: un pacto de amor- que vienen como anillo
al dedo a propósito de lo hasta aquí sintetizado y su aplicación al ser
humano y nuestra condición de “Buscadores” que nos identifica dentro del
Círculo Sierpes. Porque los hechos narrados han sucedido siempre y
están sucediendo ahora. No hablamos, pues, de éste o de aquél, sino de
ti y de mi, de nosotros. De nuestro Espíritu, encadenado a la tierra
siendo que su hogar es el cielo. El dolor del exilio es el nuestro, el
que lacera tu alma y mi cuerpo. Y el grito desgarrado que pide salir de
las tinieblas, no es un eco traído por el tiempo, sino el de tu garganta
y la mía. No evocamos la historia ni hablamos de teorías, sino de la
lectura viva de nuestra alma. Somos lo que acabamos de descubrir en las
páginas anteriores: ¡Hijos de la Luz! Espíritus puros unidos al Padre;
hechos de su misma esencia, eternos. Somos uno con Dios y, por lo tanto,
Dios. Sin tiempo ni límite. ¡Somos el Hijo de Dios! ¿Cómo puede
perderse una criatura de tan elevado rango?.
No, no nos hemos
perdido. Caminamos por el mundo para que el mundo resucite. Nadie nos ha
obligado, pues esa era nuestra voluntad y nuestro destino. Nos hicimos
uno con la Ley para que la Ley se cumpliera. Y lo hicimos, no desde la
ruptura, sino desde la unión con Dios. Por eso, aquella voluntad no fue
la nuestra, sino la de Él, la Voluntad, la única. Dios y su criatura, el
Padre y el Hijo hechos Uno, en el inicio de la manifestación. ¡Este es
nuestro pacto de amor!. Ni nos hemos extraviado ni caminamos solos,
aunque milenios de ignorancia nos hayan hecho creer lo contrario. Si el
Hijo que emprendió ese camino era uno con Dios, también Él ha descendido
al ínferos para recoger el dolor.
Que callen todas las voces y
cesen las músicas todas. Que todo pare un instante y que se detenga el
mundo. Silencio, para que puedas oír dentro de ti. Para que escuches en
ti las palabras anteriores. Para que sientas que, más allá de dogmas y
creencias, ésta es la verdad que sale del corazón. Dios y el hombre
jamás han dejado de ser el Uno, por eso, el dolor de este mundo, tu
dolor y mi dolor, es el dolor de Dios presente en la materia, para que
la materia resucite. Todo está bien como está, aunque nos cueste trabajo
entenderlo. El hombre caído no es un error ni el fruto de un pecado,
sino el mismo Dios hecho hombre, descendido para que la Creación se
cumpla. No estamos, pues, condenados, sino en acto de servicio.
Somos Hijos de Dios no porque nos haya creado Él, sino porque somos Él
Dios mira por nuestros ojos y anda con nuestros pies. Pero lo hemos
olvidado y nuestra existencia se convierte en dramática, no por causa de
una pérdida, sino por un olvido. La historia de la Caída y el exilio es
la historia de Dios contada por el ser humano caído, incoherente y
falsa. Es la versión del “diablo” sobre la Creación. Pero no es la
verdad. La verdad -y no su interpretación- sólo puede contarla Dios. Por
eso, si Dios escribiera la historia de la humanidad, describiría cómo
se extendió a sí mismo haciéndose múltiple sin dejar de ser Uno, y cómo
para lograrlo estableció la ilusión de la separación que da consistencia
a su multiplicidad. Y diría que el ser humano es fruto de su misma
esencia porque es Él mismo hecho visible. Si Dios contara la historia
del hombre jamás diría que fue creado o hecho por Él, sino que es un
estado de Dios y, por lo tanto, testimonio de su eterna presencia e
Inmanencia. ¡Esta es nuestra grandeza: el título de Hijo de Dios señala
la más alta dignidad imaginable, no porque nos haya creado Él, sino
porque somos Él!
Esta es la verdad, el estado natural en el que
se establece el pacto de amor que precede a la encarnación. Su
reconocimiento sobrecoge el alma y cambia radicalmente nuestra visión
del mundo y de nosotros mismos. Nada puede seguir siendo igual para
aquél que ha accedido a tan suprema verdad. No somos fruto del error ni
pesa vejación ninguna sobre nuestra alma. No hay transgresión ni
condena, sino manifestación de Dios. Todo es santo; inocente de culpa;
bienaventurado. ¡Somos Dios caído en el olvido, temporal y deseado, para
que su manifestación sea posible!. Ese es el sublime pacto de amor que
nos trajo al mundo.
Y cuando en nuestro corazón sentimos el
ansia de liberación es, en el fondo, la advertencia de que la misión
está cumplida. La liberación es la meta del encarnado, el destino final
de la existencia. Pero su realización no significa una victoria sobre el
estado de encadenamiento, pues nada hay que vencer donde todo es la
Voluntad, sino el haber cumplido con la misión creadora. La ansiada
liberación no es una experiencia puntual, sino el estado del Espíritu
que realiza conscientemente a Dios en la materia. Por eso, la liberación
de un ser provoca una expansión de la conciencia en toda la Creación,
un crecimiento cualitativo de todo hacia el reconocimiento de Dios.
Resurrección en Vida: resurrección tanto del ser interior como de la “carne”
Parece complejo, pero realmente es sencillo de entender cuando abrimos
nuestros ojos internos y descorremos el velo que impone nuestra
tridimensionalidad. Y es espectacularmente hermoso: Principio Único
(Padre), Pensamiento (Hijo) y vibración manifestada en una materia plena
de inmanencia divina (Espíritu Santo); Santísima Trinidad que es Una en
Dios, el Ser Uno.
La convivencia vibracional y la Ley del
Ínferos son absolutamente cosmogónicas. El ser humano es sólo una
manifestación más ellas entre las innumerables que pueblan el Omniverso
pluridimensional. Nuestra condición es, por tanto, la de Espíritu,
materia y vínculo entre ambas, es decir, ser interior, alma y cuerpo
físico (que a su vez tiene dos componentes: el estrictamente físico y
otro vital, energético y electromagnético que se superpone y acopla al
físico). Y la perfección de la Creación hace que estos tres componentes
que nos constituyen no estén disociados o en confrontación, sino
armoniosamente equilibrados para que se desarrolle el Plan divino. Es
nuestra ignorancia y el modelo de civilización que con base en ella
hemos configurado los que impiden que nos percatemos de tan preciosa
realidad y adecuemos nuestra existencia a una realidad tan hermosa como
extraordinaria.
Por tanto, amig@s del Círculo, Hermano@s míos,
mas que Hijos de Dios, somos Dios mismo; el es el fundamento de nuestra
auténtica dignidad. Esta es nuestra verdadera condición. Resucitar en
Vida es, ni más ni menos, que adquirir consciencia de ello. Y, desde
luego, actuar en consecuencia para que la cualidad vibracional del
Espíritu que somos, lejos de rebajarse ilusamente por el contagio de la
materia, “tire” de ella, multiplicando su frecuencia de vibración. Así,
se habrá logrado tanto la resurrección de nuestro ser interior,
plenamente consciente ya de su linaje divino, como la resurrección de
nuestro cuerpo físico, que verá aumentada su energía vibracional mucho
más allá de lo que a la materia en sí corresponde. El alma será la
receptora de ese incremento vibratorio y, cumplida su función como
vínculo entre Espíritu y materia, se volcará, y con ella la fuerza
vibratoria que habrá adquirido, en la Unidad del Ser Uno.
Desde esa Unidad, que es también la del Espíritu Santo, un abrazo para tod@s.
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